Me provoca la luna...
No estoy pendiente de nuestra cita habitual y siempre me sorprende. Parece que la lengevidad de su existencia le ha dado toda la sabiduría necesaria para reinventarse cada vez y parecerme nueva aunque sepa que es la misma; es la misma que en la plenitud de su circunferencia muestra su cara más brillante con alevosía, inundando de luz todo el espacio y reflejando su encantadora brillantez sobre el esplémdido mar que parece aquietarse, cómplice al fin, para poner a disposición toda su superficie a la vista y encender aún más el ya confuso embrujo de la luna sobre mi.
Y no discuto. No cuestiono. No me importa. ¿Para qué luchar contra el imposible? A fin de cuentas, me encanta lo que hace; juega conmigo y me convence. Ella sabe que no soy capaz de resistirme a sus encantos; detona mis sentidos, nutre mi esencia y hace que mi espíritu aletee a la par que mi imaginación, en un torbellino de ideas creativas y emociones que bullen transportándome a estados elevados, en otra dimensión tal vez, donde solo soy capaz de escuchar el rumor del mar, mientras la luna, esa pícara luna, intenta decirme una y mil cosas.
Tal vez por ello entiendo por qué dicen tantas cosas sobre el influjo de la luna en las mareas y en las personas, natural; ¿quién podría resistirse? ¿Acaso no es un privilegio ser capaces todavía de arrobarse con su cara y su luz?
La quietud de su imagen se contrapone a la magnificencia de su existencia, que expresa a gritos cuán impresionante es el Universo y cuán pequeña quisiera una sentirse para dejarse acunar en los brazos de la luna, abandonándose al influjo de su magia y volar más allá de la realidad, allende los sueños que se renuevan en cada suspiro.
Luego, como si quisiera dejar sabor a boca, desaparece poco a poco dejándome resignada y expectante hasta nuestro próximo encuentro.